martes, 5 de febrero de 2013

La misteriosa mandolina

La misteriosa mandolina. Relato de misterio 

Javier, tenía,  19 años, pero ya la vida, parecía haberse acabado para él; físicamente no tenía nada, sus padres, gastaron, muchísimo dinero, en llevarlo, y, traerlo de un médico a otro, de un psicólogo a otro, y, ninguno, lograba dar, con la cura del mal que embargaba su alma, de esa pena honda, que lo llevaba, a estar encerrado horas, y, horas en su cuarto, rumiando el aire.

Había sido, un joven alegre, el más bromista de sus compañeros. Pero ahora sólo tenía, una idea en mente: morirse. Y, si no intentaba, el suicidio, es porque no tenía, ni fuerzas para ello.

Apático, triste, amargado. ¿Cuál es la causa, por, la,  qué de repente, un muchacho alegre, se convierte en un cadáver viviente?

Con toda seguridad, la muerte de su mejor amigo.

Aquel sábado, fue un día aciago. Javier acababa, de cumplir los diecinueve años, sus padres, le habían regalado un coche, y, fue a estrenarlo con sus amigos. Todo fue bien hasta que a Pedro, el más joven. Y, su  mejor amigo, se le ocurrió, decirle que se lo prestará; al principio se opuso, pero luego, ante la insistencia de todos, cedió; y,  todo iba bien,  hasta que, un camión se cruzó, con ellos; Pedro, no lo pudo esquivar, y, en un instante acabó todo. Murieron, Pedro, y, otro de los chicos, Javier, sufrió fracturas en los brazos, y, piernas; de eso se repuso, de lo que no se pudo, reponer fue del dolor, de la muerte de su amigo, muerte de la que se creía, culpable

A ratos,  le venía a la mente, los momentos, en los que su amigo,  los entretenía, a todos tocando, la mandolina.

 ¡Si volviese a oírlo! Todo sería distinto. Él volvería a ser el de antes... Pero era imposible: Pedro, no tocaría jamás  la mandolina.

Lo llevaron, a un pueblo, donde sus padres son, propietarios de una casa.

Han ido, porque les han dicho, que si el cambio de aires... y, quieren agotar hasta el último recurso. Frente a la mansión, que ocupan hay, un viejo caserón, que parece en ruinas.

Los primeros tres días, transcurrieron sin ningún cambio. Pero una mañana, Doña Isaura, la madre de Javier, se sorprendió, al ver a su hijo, con la puerta de su habitación abierta, y, asomado al alfeizar de la ventana; se acerca, muy despacio, y, al ver que no lo ha turbado, le dice:

-¿Qué haces, hijo?

-Estoy, oyendo la música -le respondió volviéndose.

-¿Qué música? –

Pregunta a su vez la buena mujer, temiendo que su vástago, se esté trastornando del todo.
-La de la mandolina, mamá, la de la mandolina. Que toca el ángel de Pedro. Ven, y escucha

Doña Isaura, se acerca a la ventana, y, escucha la música, que su hijo le decía. Viene del viejo caserón, y, es tan dulce, que el alma parece volar, allá adonde viven los ángeles.

Y, así ese día, y, los siguientes: cada día, hay dos, ó, tres conciertos de mandolina. Y Javier, empieza, a sonreír, a salir a la calle, a hablar, a escribir a sus amigos. Vuelve poco, a poco, a ser el joven alegre, que había sido.

Esta seguro, de que es Pedro, quien toca la mandolina, Pedro, que ahora es compañero de los ángeles.

Sus padres, lógicamente no creen esto, pero dan gracias, en silencio, al músico anónimo que además de tocar también, les, ha curado a su hijo.

Así que tratan, de averiguar, quién es ese músico anónimo; y,  para ello, la madre del joven, decide preguntar, a Cosme, el guardián de la mansión cuando ellos no están:

-¿Que quién toca la mandolina? ¿Qué mandolina dice la señora? -pregunta a su vez el bueno de Cosme, como si ella, le hubiese acusado de un delito.

-La que suena, todos los días, en el caserón de enfrente

-En el caserón de enfrente, no toca nadie, Señora, está abandonado desde hace años...
-Si tocan, Cosme. Yo, la oigo sonar. Y, mi esposo también, y, es una música tan hermosa... En fin, preguntaré al Alcalde, a lo mejor ha ocupado alguien la casa.

Y, como lo dijo lo hizo: fue a hablar con el anciano Alcalde, D. Remigio. Éste se extraño más que, Cosme, porque el caserón, tenía una historia, que, sin dudarlo, se la contó

“En realidad lleva, desocupado desde la época de la Guerra Civil;   Allí se había refugiado, un muchacho de la edad de Javier, que quería ser sacerdote: era muy buen músico, sus padres, le habían regalado, una mandolina, y, él se pasaba todo el tiempo componiendo, y, cantando canciones. Antes de haber sentido la vocación, las dedicaba a las muchachas del pueblo, después a la Virgen, y, sobre todo a Dios. Tocaba a cada puesta de sol, acompañado del trinar de los pájaros.

Las milicias, lo fueron a buscar, al caserón, y, lo encontraron tocando la mandolina. Se lo llevaron, y, lo asesinaron. Lo sé, porque, yo fui uno de sus asesinos. Todavía no me lo he podido, sacar de la cabeza. Me pregunto, si Dios, en el que ahora creo, me habrá perdonado de verdad.

El buen alcalde, se secó, unas lágrimas de sincero arrepentimiento. Pero a Doña Isaura no le interesaba, saber. Quién, había tocado la mandolina, en la época de la guerra civil, sino quién la tocaba ahora. Era evidente que, fuese quien fuese, una persona se había colado en el caserón, y, había que descubrirlo.

D. Remigio, le ofreció acompañarla, con dos policías. Fueron al viejo caserón: todo estaba cubierto de polvo. En cada rincón, se notaba el paso del tiempo; las tablas crujían al andar; todo indicaba que, allí no había habido nadie en mucho tiempo.

Doña Isaura, señaló el lugar, desde el que ella creía, debía venir la música, y, fueron hacia él, era un viejo salón, absolutamente, cubierto por telarañas, sobre un destartalado sofá, había una mandolina, también cubierta de polvo, y, puesta como si su dueño hubiese tenido, que marcharse corriendo, o, se lo hubiesen llevado; uno de los guardias dijo:

 “Aquí hay una mandolina, pero se nota, que no fue tocada, en muchos años...”

De pronto, D. Remigio vio algo: un pequeño crucifijo, al que estaba, sujeta la foto de una mujer joven; la fotografía era antigua, aunque parecía, como si la hubiesen estando resguardando del tiempo.  La tomó en sus manos, besó, el crucifijo, y. exclamó:

“Gracias, Dios mío. Gracias Pablo. Ahora sé, que Dios me manda, su perdón por ti....”

Nadie entendía, estas palabras del Alcalde, hasta que éste, aun conmovido, dijo:

“En realidad, Pablo y, yo éramos amigos. Yo tenía mis ideas políticas. Él no se metía, en política. Lo suyo era la música. Cuando dijo que quería, ser sacerdote, yo no le creí; además los curas, entonces me caían, muy mal. La joven de la foto es mi esposa, con quien por aquel, entonces éramos novios.

 Ella era, miliciana como yo, pero un día Pablo, la llevó a pasear, y, cuando volvió de su paseo era otra; decía que, no se debían matar, a las personas por creer en Dios, que las iglesias eran lugares sagrados; la había convencido.

 Pero yo pensé, algo peor. Pensé que, la había hecho suya; como yo tenía, el alma sucia, me imagine, que también lo estaba, la de mi amigo; por eso yo mismo, instigué a detenerlo.

Antes de que, lo fusiláramos, rezo, y, nos perdonó, aunque, por supuesto, en ese momento, no, nos importaba. Y, a mí además me dijo:

“Tú mismo, comprobaras, muy pronto, la pureza de Clara. Pero, quiero, que sepas que ni siquiera, la he manchado, con el pensamiento; cuando estés arrepentido, de verdad pediré a, Dios me deje venir, desde el Cielo, a devolverte, su foto, y, este crucifijo.”
Y, eso es lo que acaba de pasar...”

-Tonterías, D. Remigio, alguien, la habrá puesto allí. El mismo, que estaría tocando, si no ésa, al, menos otra mandolina parecida... -dijo, Doña Isaura.

-No, Doña Isaura, no son parecidos: son aquel crucifijo, y, aquella foto. Yo mismo las eche, sobre el cadáver, y, si lo analizamos verá, como no tiene más huellas, que las mías.

-Pues claro, hombre, acaba Ud. de tocarlos, y, habrá borrado toda otra huella.

-No me refiero, a eso,, sino a esto: -y, le enseño, las huellas, de unos dedos llenos de sangre; esta es mi sangre, mejor dicho mis huellas, la sangre, era de un inocente al que mate por celos.

Doña Isaura, no se convenció, decía que, era un vagabundo, que se colaba a dormir, y luego dejaba todo, como lo había encontrado.

Su hijo, siguió oyendo, a su amigo Pedro, cada día tocar la extraña mandolina que sonaba desde el caserón de enfrente, y, volvió, a ser el alegre muchacho, que todos conocían.

D. Remigio, también iba, a escuchar, cada día, convencido, de que era Pablo, el seminarista mártir.

Fin

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